noviembre 09, 2009

No nos crucifiquen

El Jaibo Bravo

Queridos lectores, tal vez algunos de ustedes se preguntarán por qué demonios no salió la columna escribida por este mamarracho y su amigo y borracho, El Poste Rabioso; o tal vez a ninguno de ustedes les importe la mitad de un producto de gallina por qué razón habíamos dejado de ocupar espacio en este lindo diario.
Así que no me importa de qué bando estén, el mínimo de educación que me dejó estudiar seis años en una primaria de seminaristas, me indica que alguna explicación debo darles.
La única y verdadera razón, es que un día se me atravesó un trago de agua atarantadora que me invitó un amigo, la cual continuó con otro trago más, y luego otro y así sobrevino una borrachera envidiable, marca preparatoria y universidad, en la que permanecía sumergido durante largos días, en un lugar aciago, incierto, y del que ni me quiero acordar porque aunque lo intentara, no podría, porque hasta la última gota del último mililitro de mezcal ardiente se metió por la garganta de la última neurona que me quedaba. Fue tal mi suerte que en mitad de esa sombría fiesta, terminé desparramado en una banqueta de una colonia desconocida. No sabía de tiempo ni espacio, pero de alguna manera encontré abrigo en los brazos de una mujer; de eso si me acuerdo perfectamente, para que luego no me vengan con que salí con domingo siete, porque ese ser cariñoso no tenía tilingo lingo.
Una vez examinada esa situación, permití que el tiempo decidiera lo que tenía que pasar conmigo, así que después de varios días de cuidados a base de agua y menudos, me recuperé a mí mismo. En mitad de esa recuperación, recibí una llamada a mi teléfono móvil, el cual, gracias al cielo, no se me olvidó y el que no se por qué, ni quiero saber, tenía batería, así que contesté, y era el encargado de deportes del este periódico para preguntarme que qué pedo con las columnas, porque mi amigo El Poste Rabioso tampoco había dado señales de vida.
Así que en cuanto pude, me escapé de ese lugar, mientras los recuerdos llegaban a mi cabezota, de que tenía una responsabilidad. Llegué a casa, mi esposa y mi hijo me veían con cara de quién es este señor, que hace mucho que ya no vive aquí, y me bañé, expliqué, les compré comida, ropa y cosas y como que empezaron a acordarse de mí, y seguí con mi vida normal, hasta antes de la meca.
El miércoles pasado estuve a punto de caer en esas mismas garras, cuando me reuní con unos amigos, El Chango y El George, para ver el partido entre Pumas y América que me dio una infinita alegría. Las cervezas ya habían sido demasiadas, y los camellos fumados también, así que entre ese festín pasajero, irritado por el empate águila, pude explotar toda mi emoción cuando se marcó el panel y Martincito Bravo le clavaba el tercer gol. Pero una dosis de conciencia me pellizcó el oído, convertido en llamada telefónica de mi vieja, y hasta la borrachera se me quitó, al saber que si volvía a ocurrir lo que les conté primero, en este momento ya no tendría ni madre.

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