enero 14, 2011

EL BAILE

A cinco minutos de que el pitazo final nos lleve a los penales tengo que confesar que ya no puedo.
Quien me marca tampoco aguanta mucho y, sin embargo, hace todo lo posible para que sea yo el del desgaste. Cuando una pelota que, juguetona y malévola, no se va por la línea final de la banda y tengo que ser yo el que vaya por ella, el otro que siempre me persigue fintea que acelera el paso para ir por el balón y yo corro para no ser sorprendido, hace el mismo truco tres veces y tres veces tengo que esforzarme en vano.
Con la pelota en los pies la desahogo en otro de mis compañeros que está igualmente cansado.
Pero el esférico va otra vez conmigo, mis compañeros me buscan para que haga la jugada que se necesita en estos momentos para ganar el partido. Pero nadie quiere la bola, a donde voltee mis compañeros están bien marcados y nadie hace algo por desmarcarse, sólo Jorge, que en ocasiones parece desaparecer del encuentro, intenta un pique y le mando la pelota para buscar la jugada que impida los penales.
Lamento equivocarme, siento pena con Jorge porque ha corrido más que yo y ese balón mal logrado sólo provoca que se desgaste más. Sin embargo, a él no parece importarle, da la impresión de que puede esforzarse aún más. Yo, por el contrario, estoy fundido, si no fuera vergonzoso pediría el cambio.
No sé si los míos se dan cuenta de ese cansancio. Yo siento las cejas húmedas de sudor y la playera pegada al cuerpo es un ser estorboso que no me permite pensar mucho. Para el colmo de mis males, quien sí sé que es consciente de mi estado es mi marcador. Desde que inició el partido me ha provocado verbalmente, a mi favor tengo que decir que no me he enganchado ni un instante.
No respondo a los comentarios de mi contrario por dos razones poderosas: me falta el aliento para el habla y no encuentro justificación a mi ineficacia ante su marca, si bien el partido está empatado él me ha ganado la jugada, pues no he podido influir positivamente en mi equipo. Aún así sigo siendo el más buscado ¿será porque los míos aún creen en mí? ¿será que ellos están igual o más cansados que yo y desean deshacerse de la bola o acaso yo provoco que me toquen el balón porque, instintivamente, siempre elijo colocarme en el sitio en el que es seguro que me den la pelota?
Esto último lo he estado pensando durante todo el partido. Me he convertido en un sujeto predecible en el campo de juego y mi rival ha sabido analizar mis movimientos, no cabe duda que la rutina nos hace vulnerables.
El otro, el que me marca, me deja hacer, consciente de que estoy cansado y que ya no intentaré gran cosa, me sigue como quien acarrea a un becerro descarriado y cansado al redil.
De espaladas siempre a mi marcador lo empujo un poco con el cuerpo, él pide falta, el árbitro deja que continúe la jugada, me dice mi contrario que ni con faltas podré librarme de él y, dolido en el orgullo, me pongo de frente pisando la redondez de la pelota, finteo hacía la derecha y me escabullo por izquierda, antes de que el ángulo de tiro se me cierre, le pego al balón con derecha pero la pierna de mi contrincante, a quien creí dejar atrás, aparece y la pelota se sale por la banda. No sólo me vuelve a retar, decir que no haré nada durante todo el partido, sino que, para colmo, el árbitro marca saque de arco, yo increpo y pido tiro de esquina con una mueca y un quejido, desconozco las palabras, no me salen, me falta oxígeno al cerebro, soy un autómata.
Pero no soy tan estúpido como para no darme cuenta que en esa jugada le debí haber pegado con izquierda, era el perfil natural y aunque soy derecho, esa pelota estaba para golpear con la otra pierna, pienso de repente que contradigo a la naturaleza con ese acto.
La pelota vuelve a mis pies, intento la misma jugada, pero esta vez le pego con la izquierda. Imagino que mi marcador está igual de cansado que yo y que por, por una cuestión de matemáticas simples, corre lo mismo y llega al momento preciso en que yo impacto el balón. Ni un momento antes, ni un momento después.
En esta ocasión alcanzo a sacar el tiro. Pegarle con izquierda me dio unas milésimas de segundo, una ventaja que no esperaba mi contrincante. Pero la pelota pega en el poste y sale, ni siquiera fue un tiro violento, salió chorreado y descompuesto, pero ese golpe al poste me hace envalentonarme y grito, instintivamente, alzo los ojos, empuño las manos. Los míos me aplauden, me respetan a pesar de todo. Mi contrincante se ríe, esta vez se ríe de veras, está feliz con mi infortunio.
El partido está dos a dos, yo no metí ninguno de los goles de los míos, yo no envié el pase para ninguno de esos goles, ni el pase que le antecedió al pase de gol. Espero, al menos, haber estorbado en alguno de los avances de los contrarios.
Pero he bailado. Mi contrincante y yo nos mecemos en una danza arrulladora, donde el pone el pie yo pongo su contrario, como gemelos, cuando él coloca el cuerpo de esta manera yo coloco el mío de aquella otra. Sabemos nuestro papel en este acto, no desentonamos, somos una pareja excelsa de bailarines y esto es lo más parecido al infinito.
Pero pienso, aún pienso, de no hacerlo sus burlas ya me habrían provocado golpear a mi contrincante en la cara. Analizo cómo quitarme a mi marcador de encima y se me ocurre que si me voy al la lateral contraria, a la izquierda del campo, podré desdoblar con la pelota en la izquierda y, después de un quiebre, meterle al balón mi derecha, mi educada y siempre dispuesta derecha. Allá voy contra la disposición inicial de mi entrenador, porque faltan pocos minutos y la pelota sigue cayendo en mis pies lo que me indica que tengo una responsabilidad, que los demás creen en mí, que tengo que hacer un último intento.
Me voy a la izquierda del campo. A la primera pelota que toco cometo el primer error, no soy bueno para conducir con izquierda, el otro parece adivinar mi intención y me ha metido bien la pierna para limpiamente quitarme la bola y mandarla para saca de banda.
Lo intento otra vez, en esta ocasión soy menos confiado, conduzco por la izquierda. Juan Manuel, a quien le invado el terreno, se quita para dejarme el paso, yo creo que corro como nunca lo había hecho en el partido, me quiere salir el corazón por la garganta y cuando siento que es el momento de hacer el recorte, paso la bola por detrás de mí con la izquierda, alzo la mirada y veo Juan Manuel inusualmente solo antes de observar cómo con el recorte mi marcador y otro de los suyos, que se ha unido a la cacería, se quedan retrasado en la jugada.
Alcanzo a percibir el espanto en los ojos de Juan Manuel ante la sorpresa de esa posición inmejorable, yo tengo entonces el ángulo exacto, mi pierna derecha, la más buena de todas mis piernas, a quien le estaba destinado mandar el tiro a gol o el pase excelso, toca retrasado para Juan Manuel y la barrida de mi contrincante no puede impedir lo que viene después: el centro exacto que manda Juan Manuel a la cabeza de Jorge, el balón en las redes y el grito de gol.
Mi marcador ya no se mofa de mí y yo no le restriego el triunfo de mi escuadra sobre la suya, porque no sería justo, él me ganó el juego, él se llevó el encuentro que sostenía conmigo. Sin embargo, al terminar el partido veo con enfado al marcador de Juan Manuel, que perdió su hombre por seguirme a mí a sabiendas de que yo iba muy bien custodiado.
Los míos celebran y yo no puedo dejar de sentir un no sé qué en la panza al ver a mi marcador, mi pareja de baile, irse dolido con la cabeza baja.

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