enero 28, 2011

NOCHE DE RETAS

Por El Poste Rabioso

La noche del martes acudimos a la cancha que se ha convertido desde hace aproximadamente un mes en el lugar en donde desquitamos todos los ratos de malsano trato con la vida con un partido de fútbol.
Nosotros somos los periodistas de un diario verde y simpático y en la cancha editores, reporteros, diseñadores y demás nos reunimos para patear la pelota y que los otros (ahora que lo pienso no sé bien a bien quiénes son los otros contra los que jugamos cada semana) nos humillen y luzcan su buen fútbol.
Somos malos, la verdad sea dicha sin adjetivos ni balazos, pero religiosamente cerramos la edición y corremos a una cancha que es siempre el mismo Lepanto, el mismo Waterloo.
Yo, que soy muy dado a eso de las imaginaciones inútiles, llego al campo y visualizo en una placa de bronce la frase compungida que le dijera Don Quijote a Sancho cuando con la derrota tuvo que partir de regreso a la Mancha: “aquí fue Troya”. Y como si de literatura griega se tratara entro a jugar contra los mejores en donde los contrarios me conocen porque me roban, mi pisotean y me humillan, seguramente saben que escribo versos.
Ahí nosotros luchamos contra el destino que es siempre la derrota y, a veces, nos engalanamos con un gol, una buena jugada o una patética caída que será la comidilla de la semana.
Pero hubo un martes que las cosas no salieron mal para nuestra causa. Jugábamos bajo el sistema denominado “retas” que se utiliza cuando hay tres o más equipos, el conjunto que vence recibe a otro que espera fuera de la cancha, mientras el perdedor se retira a la banca para ver quien gana el cotejo y jugar, nuevamente, con el triunfador.
No creo necesario decir que nosotros ocupamos en varias ocasiones la banca. Éramos tres conjuntos, uno de ellos festeja un invicto humillante solamente para los otros que sabían que tenían mejor conjunto que nosotros.
En una reta, yo había elegido la portería para descansar un rato, estábamos como siempre soportando el ataque rival cuando un disparo confiado en la pierna de quien lo originó se vino hacia mí. Rechacé el balón a tiro de esquina que se cobró sin darle tiempo a los míos de felicitarme y un cabezazo que iba a gol chocó contra mi mano derecha para provocar otro tiro de esquina. Avalentonado salí en el siguiente remate, me quedé con el balón y despegué de tan certera manera que alguien allá en la lejanía, uno de los nuestros, solo y su alma, se encaró con el portero y anotó. Habíamos acabado con el invicto de los superiores.
Los otros entraron confiados de poder sacar al más débil de la terna, pero la hazaña se repitió y festejamos como si hubiéramos ganado el boleto para el próximo mundial de tan patética manera que no nos percatamos de que se había agotado el tiempo por el que rentamos la cancha, las luces se apagaban y todos se marchaban. Fue de esa forma como dos goles sirvieron de lindos recuerdos en una larga de semana de noticias, gerundios y censuras.

enero 18, 2011

Desengaños que asaltan las murallas del invierno

Por El Poste Rabioso

Era patético, tengo que aceptarlo, cuatro hombres semiderrumbados en un sillón que tuvo épocas mejores viendo jugar a dos equipos, que también tuvieron épocas mejores, en un televisor mudo.
Era sábado, nos habíamos reunido un grupo de amigos para comer y como a eso de las 5 recordé el partido de la América, como era el único americanista encendí la televisión y dejé la reunión social que siguiera sin mí, pero al poco rato tenía un auditorio antiamericanista al que ya estoy acostumbrado.
No encendimos el volumen porque escuchábamos a Joaquín Sabina y despreciamos los comentarios de los narradores de fútbol de TV Azteca. Pero el partido del América fue entretenido, terminó dos a dos contra Jaguares con un par de golazos, uno de último minuto. Ese no fue el problema.
Atrapados por la inercia del primer encuentro vimos el siguiente partido televisado: Pachuca contra Toluca y entonces la cosa se puso fea. Callados veíamos el ir y el venir de la pelota maltratada por jugadores sin clase mientras nos chutábamos la discografía completa de Sabina, ni en las más memorables borracheras recuerdo haber escuchado de pe a pa al cantautor español, pero nadie quería levantarse a cambiar el disco por la misma razón que nos impedía a cambiar de canal y dejar de ver ese insulto de futbol: pereza.
Tarde de ocio, de ocio perverso, narcótico. La jugada más interesante del cotejo fue en la que el línea levantó magistralmente la bandera para indicar un fuera de lugar. Era patético: dos equipos que tuvieron épocas mejores mendigando fútbol a gritos ante cuatro sujetos, que también tuvieron épocas mejores, implorando por lo mismo.
A lo lejos, en la sala, dos mujeres invitadas a la reunión platicaban de sus cosas, ajenas a la fuerza que nos hacía tener la vista clavada en el televisor. Claro que hubo mentadas de madre, quejas infructuosas por aquel patético espectáculo parecido a presenciar la muerte por un paro cardíaco de un cristiano en el Coliseo romano. Todo fue inútil, alguien decía “Deberíamos cambiar de canal” y no era una sugerencia, era una súplica para que alguien más lo hiciera porque nosotros, como Barterbly, preferíamos no hacerlo o, como Facundo, deseábamos que lo hicieran ellas. Pero ellas estaban en otro viaje.
El cero a cero se impuso, alguien sugirió ir a un bar igualmente decadente, lugar común de la ciudad, yo bebí de mi cerveza y estaba tibia, era un escupitajo en la boca abierta, mente madres para adentro, me desperecé (lo mejor que pude) tomé mi morral y me fui de ahí a seguir rascándome los huevos y, en el entretiempo, escribir esta columna.

enero 14, 2011

Saludos

Pues aquí estamos de nuevo, Jaibo Bravo, ahí le va un cuento, espero pronto escriba por estos andurriales
El Poste Rabioso

EL BAILE

A cinco minutos de que el pitazo final nos lleve a los penales tengo que confesar que ya no puedo.
Quien me marca tampoco aguanta mucho y, sin embargo, hace todo lo posible para que sea yo el del desgaste. Cuando una pelota que, juguetona y malévola, no se va por la línea final de la banda y tengo que ser yo el que vaya por ella, el otro que siempre me persigue fintea que acelera el paso para ir por el balón y yo corro para no ser sorprendido, hace el mismo truco tres veces y tres veces tengo que esforzarme en vano.
Con la pelota en los pies la desahogo en otro de mis compañeros que está igualmente cansado.
Pero el esférico va otra vez conmigo, mis compañeros me buscan para que haga la jugada que se necesita en estos momentos para ganar el partido. Pero nadie quiere la bola, a donde voltee mis compañeros están bien marcados y nadie hace algo por desmarcarse, sólo Jorge, que en ocasiones parece desaparecer del encuentro, intenta un pique y le mando la pelota para buscar la jugada que impida los penales.
Lamento equivocarme, siento pena con Jorge porque ha corrido más que yo y ese balón mal logrado sólo provoca que se desgaste más. Sin embargo, a él no parece importarle, da la impresión de que puede esforzarse aún más. Yo, por el contrario, estoy fundido, si no fuera vergonzoso pediría el cambio.
No sé si los míos se dan cuenta de ese cansancio. Yo siento las cejas húmedas de sudor y la playera pegada al cuerpo es un ser estorboso que no me permite pensar mucho. Para el colmo de mis males, quien sí sé que es consciente de mi estado es mi marcador. Desde que inició el partido me ha provocado verbalmente, a mi favor tengo que decir que no me he enganchado ni un instante.
No respondo a los comentarios de mi contrario por dos razones poderosas: me falta el aliento para el habla y no encuentro justificación a mi ineficacia ante su marca, si bien el partido está empatado él me ha ganado la jugada, pues no he podido influir positivamente en mi equipo. Aún así sigo siendo el más buscado ¿será porque los míos aún creen en mí? ¿será que ellos están igual o más cansados que yo y desean deshacerse de la bola o acaso yo provoco que me toquen el balón porque, instintivamente, siempre elijo colocarme en el sitio en el que es seguro que me den la pelota?
Esto último lo he estado pensando durante todo el partido. Me he convertido en un sujeto predecible en el campo de juego y mi rival ha sabido analizar mis movimientos, no cabe duda que la rutina nos hace vulnerables.
El otro, el que me marca, me deja hacer, consciente de que estoy cansado y que ya no intentaré gran cosa, me sigue como quien acarrea a un becerro descarriado y cansado al redil.
De espaladas siempre a mi marcador lo empujo un poco con el cuerpo, él pide falta, el árbitro deja que continúe la jugada, me dice mi contrario que ni con faltas podré librarme de él y, dolido en el orgullo, me pongo de frente pisando la redondez de la pelota, finteo hacía la derecha y me escabullo por izquierda, antes de que el ángulo de tiro se me cierre, le pego al balón con derecha pero la pierna de mi contrincante, a quien creí dejar atrás, aparece y la pelota se sale por la banda. No sólo me vuelve a retar, decir que no haré nada durante todo el partido, sino que, para colmo, el árbitro marca saque de arco, yo increpo y pido tiro de esquina con una mueca y un quejido, desconozco las palabras, no me salen, me falta oxígeno al cerebro, soy un autómata.
Pero no soy tan estúpido como para no darme cuenta que en esa jugada le debí haber pegado con izquierda, era el perfil natural y aunque soy derecho, esa pelota estaba para golpear con la otra pierna, pienso de repente que contradigo a la naturaleza con ese acto.
La pelota vuelve a mis pies, intento la misma jugada, pero esta vez le pego con la izquierda. Imagino que mi marcador está igual de cansado que yo y que por, por una cuestión de matemáticas simples, corre lo mismo y llega al momento preciso en que yo impacto el balón. Ni un momento antes, ni un momento después.
En esta ocasión alcanzo a sacar el tiro. Pegarle con izquierda me dio unas milésimas de segundo, una ventaja que no esperaba mi contrincante. Pero la pelota pega en el poste y sale, ni siquiera fue un tiro violento, salió chorreado y descompuesto, pero ese golpe al poste me hace envalentonarme y grito, instintivamente, alzo los ojos, empuño las manos. Los míos me aplauden, me respetan a pesar de todo. Mi contrincante se ríe, esta vez se ríe de veras, está feliz con mi infortunio.
El partido está dos a dos, yo no metí ninguno de los goles de los míos, yo no envié el pase para ninguno de esos goles, ni el pase que le antecedió al pase de gol. Espero, al menos, haber estorbado en alguno de los avances de los contrarios.
Pero he bailado. Mi contrincante y yo nos mecemos en una danza arrulladora, donde el pone el pie yo pongo su contrario, como gemelos, cuando él coloca el cuerpo de esta manera yo coloco el mío de aquella otra. Sabemos nuestro papel en este acto, no desentonamos, somos una pareja excelsa de bailarines y esto es lo más parecido al infinito.
Pero pienso, aún pienso, de no hacerlo sus burlas ya me habrían provocado golpear a mi contrincante en la cara. Analizo cómo quitarme a mi marcador de encima y se me ocurre que si me voy al la lateral contraria, a la izquierda del campo, podré desdoblar con la pelota en la izquierda y, después de un quiebre, meterle al balón mi derecha, mi educada y siempre dispuesta derecha. Allá voy contra la disposición inicial de mi entrenador, porque faltan pocos minutos y la pelota sigue cayendo en mis pies lo que me indica que tengo una responsabilidad, que los demás creen en mí, que tengo que hacer un último intento.
Me voy a la izquierda del campo. A la primera pelota que toco cometo el primer error, no soy bueno para conducir con izquierda, el otro parece adivinar mi intención y me ha metido bien la pierna para limpiamente quitarme la bola y mandarla para saca de banda.
Lo intento otra vez, en esta ocasión soy menos confiado, conduzco por la izquierda. Juan Manuel, a quien le invado el terreno, se quita para dejarme el paso, yo creo que corro como nunca lo había hecho en el partido, me quiere salir el corazón por la garganta y cuando siento que es el momento de hacer el recorte, paso la bola por detrás de mí con la izquierda, alzo la mirada y veo Juan Manuel inusualmente solo antes de observar cómo con el recorte mi marcador y otro de los suyos, que se ha unido a la cacería, se quedan retrasado en la jugada.
Alcanzo a percibir el espanto en los ojos de Juan Manuel ante la sorpresa de esa posición inmejorable, yo tengo entonces el ángulo exacto, mi pierna derecha, la más buena de todas mis piernas, a quien le estaba destinado mandar el tiro a gol o el pase excelso, toca retrasado para Juan Manuel y la barrida de mi contrincante no puede impedir lo que viene después: el centro exacto que manda Juan Manuel a la cabeza de Jorge, el balón en las redes y el grito de gol.
Mi marcador ya no se mofa de mí y yo no le restriego el triunfo de mi escuadra sobre la suya, porque no sería justo, él me ganó el juego, él se llevó el encuentro que sostenía conmigo. Sin embargo, al terminar el partido veo con enfado al marcador de Juan Manuel, que perdió su hombre por seguirme a mí a sabiendas de que yo iba muy bien custodiado.
Los míos celebran y yo no puedo dejar de sentir un no sé qué en la panza al ver a mi marcador, mi pareja de baile, irse dolido con la cabeza baja.